Si hay una característica común a todas las cervezas del mundo, esta es la carbonatación. El tener un cierto contenido alcohólico, un perfil amargo o presentar un intenso color dorado son comunes a muchas cervezas en todo el planeta, pero también podemos encontrar con cierta facilidad cervezas sin alcohol, con dulzor o acidez muy marcados y con aspecto tostado, rojizo y oscuro. Por contra, una cerveza sin carbonatar o bien estará defectuosa o bien pertenecerá a algún estilo muy peculiar y minoritario.
Este denominador común de la carbonatación aporta a la cerveza unas cualidades organolépticas características que variarán con su nivel de intensidad porque, si bien todas las cervezas están carbonatadas, no todas lo están en la misma medida.
Por ejemplo, las cervezas ale de la tradición británica suelen ofrecer un nivel bajo de carbonatación mientras que sus homólogas belgas están bastante por encima de la media. Y esto nos lleva a una pregunta fundamental: ¿de qué depende la carbonatación de la cerveza?
La carbonatación es uno de los resultados naturales que se obtienen durante la fermentación de la cerveza. Cuando nuestros queridos y voraces hongos saccharomyces, popularmente conocidos como levaduras, son añadidos al mosto, comienzan a metabolizar los azúcares que los granos de
cebada malteada y otros cereales han aportado al mismo. Es en este proceso cuando se crean el alcohol etílico y el anhídrido carbónico (CO2) junto con otros compuestos aromáticos que, dependiendo de la cepa de levadura utilizada, aportarán notas afrutadas o especiadas a nuestra cerveza.
La mayor o menor cantidad de CO2 dependerá de la cepa de levadura elegida, de si dejamos escapar o no parte de ese gas durante ésta y las siguientes etapas de la elaboración, o del número de fermentaciones llevadas a cabo.
Si bien lo más habitual es hacer solo una, muchas de esas cervezas belgas antes nombradas o las cervezas hechas en casa incorporan una segunda fermentación en la propia botella gracias al añadido de mosto y/o azúcar antes de su taponado, subiendo considerablemente su nivel de carbonatación.
También se puede inyectar CO2 durante la producción cervecera para ajustar el nivel al deseado para la receta. Esto es especialmente frecuente entre las cervezas envejecidas en barrica pues durante los meses de reposo suelen perder buena parte del gas generado en su propia fermentación. Donde no se debe aportar más gas es en el sistema de tiraje de barril ya que aquí la bombona de CO2 de la instalación debe ayudar solo a que el gas impulse la cerveza para salir por el cañero, pero nunca debe sumar al líquido más del que trae la propia cerveza de fábrica.
En las concentraciones habituales para cualquier estilo de cerveza, el gas carbónico o CO2 no debe aportar sabor alguno. Su papel principal lo juega al dotar a la cerveza de una textura equiparable al crujiente en los alimentos sólidos, así como también de una sensación global de mayor frescor.
Durante las últimas décadas se ha extendido el uso de otro gas en cervecería: el nitrógeno. A diferencia del anhídrido carbónico, el nitrógeno no se produce durante la fermentación sino que es siempre añadido, ya sea a través de un inyector en el sistema de tiraje de barril o incluso mediante una cápsula introducida en el interior de la lata contenedora. Esta cápsula estalla y se disuelve en el líquido al abrir dicha lata. Las cervezas nitrogenadas tienen una textura algo más cremosa gracias al tamaño más reducido de las burbujas de este gas.
¡Salud!